El valor de nuestros nombres
¿Quién eres realmente?
Conforme el tiempo transcurre en nuestras vidas, vamos alcanzando logros, metas, y acumulando lo que podríamos llamar “medallas”: títulos, cargos, reconocimientos. Nos convertimos en “Licenciado”, “Ingeniero”, “Gerente”, “Doctor”, “Jefe”. Estos nombres pueden abrir puertas, darnos seguridad económica e incluso alimentar nuestro orgullo.
Pero a veces, sin darnos cuenta, estos títulos se apoderan de nosotros. Dejan de ser un complemento de lo que hacemos, y comienzan a definirnos por completo. Perdemos de vista algo esencial: nuestro verdadero nombre.
Cuando el título reemplaza a la persona
Cuando eso ocurre, corremos el riesgo de alejarnos de quienes realmente somos. Ese poder simbólico que adquirimos puede inflar nuestro ego, haciéndonos sentir superiores a los demás. Empezamos a mirar por encima del hombro a compañeros, colaboradores, incluso familiares. Olvidamos el camino que recorrimos, las caídas, las veces que fuimos vulnerables… y repetimos los mismos errores que alguna vez nos dolieron, ahora en la piel de otros.
Y lo más triste: a veces ni siquiera nos volvemos arrogantes, sino que perdemos valor propio. Olvidamos que, antes de cualquier título, tenemos un nombre. Un nombre que nos dieron al nacer. Un nombre que representa una historia, una personalidad, unos gustos únicos, una esencia irrepetible.
El valor que damos a las cosas
Vivimos en una sociedad que ha aprendido a poner valor en lo que tenemos: el modelo del celular, el carro que manejamos, la marca de ropa que usamos. Nos presentamos como “el arquitecto”, “la licenciada”, “el jefe”, como si eso fuese lo más importante que tenemos para mostrar.
Pero eso es solo una parte de nosotros, no nuestro todo. Nuestra profesión es lo que hacemos, no lo que somos.
Volver a mirar hacia dentro
La próxima vez que te preguntes quién eres, no empieces por tu cargo ni tu título. Piensa primero en tu nombre. Recuerda lo que te gusta, lo que te emociona, lo que te mueve por dentro.
Porque tu nombre es tu mayor posesión. Y tu valor no necesita adornos: ya existe, ya vive en ti. Solo hay que recordarlo.
El nombre como símbolo de identidad
Cuando fuimos niños, nuestro nombre era suficiente. Bastaba decir "soy Ana" o "me llamo David" para que los demás supieran quiénes éramos. No había necesidad de títulos ni explicaciones, y aun así teníamos valor. Jugábamos, soñábamos, reíamos, y en ese pequeño universo de la infancia, éramos completos. No éramos médicos, ni abogados, ni gerentes. Éramos simplemente nosotros. Y eso era más que suficiente.
Cuando crecer nos desconecta de lo esencial
Con el paso de los años, empezamos a sentir que eso ya no bastaba. Que había que demostrar, alcanzar, mostrar resultados. Y eso no está mal. Crecer también implica esforzarse, construir, formarse. Pero cuando ese camino nos desconecta de nuestra humanidad, cuando empezamos a sentir que valemos solo por lo que hemos logrado, entonces hemos perdido algo fundamental.
La ilusión del éxito externo
¿Cuántas veces nos hemos sentido vacíos aún después de un logro importante? ¿Cuántas veces, a pesar de tener un título colgado en la pared, nos hemos sentido inseguros, solos, confundidos? Eso sucede cuando ponemos todo el valor en lo externo, y dejamos de nutrir lo interno.
A veces, es necesario detenerse y volver al origen. Cerrar los ojos y preguntarnos: ¿Quién era yo antes de convertirme en lo que soy hoy? ¿Qué me apasionaba antes de preocuparme por un salario o un reconocimiento? ¿Qué soñaba cuando nadie esperaba nada de mí?
El poder emocional del nombre
Es ahí donde reside el verdadero valor de nuestros nombres. En la conexión con nuestra historia, con nuestras raíces, con nuestra esencia más genuina. Nuestro nombre guarda los recuerdos de quienes nos criaron, de las personas que nos amaron desde el principio, de los lugares que marcaron nuestra infancia. Es una huella emocional, un puente hacia nuestro interior.
Y sin embargo, en este mundo acelerado, muchas veces lo olvidamos. Reemplazamos el valor personal por posesiones materiales. Nos esforzamos por tener el mejor teléfono, el mejor carro, la ropa más costosa. Y mientras más acumulamos, más se aleja la pregunta que realmente importa: ¿me reconozco a mí mismo?
Atreverse a volver a uno mismo
Volver a darle valor a nuestro nombre es también un acto de valentía. Es atreverse a mostrarse tal cual uno es, sin adornos, sin títulos, sin máscaras. Es presentarse desde la verdad. Es mirar al otro y reconocerlo no por lo que ha conseguido, sino por lo que es como ser humano.
En un mundo que constantemente exige logros, estatus y validación externa, es revolucionario recordar que el valor más grande ya lo tenemos: somos personas. Personas con emociones, con historias, con heridas y cicatrices, con capacidades únicas, con talentos propios. Y todo eso está contenido en nuestro nombre.
Una mirada más humana
Cuando empieces a verte de esa manera, también empezarás a ver diferente a los demás. Ya no verás al "vigilante", al "secretario", a la "ama de casa". Verás a Juan, a Marta, a Luis. Verás seres humanos con vidas complejas, con alegrías y dolores, con luchas invisibles.
El verdadero cambio comienza ahí: en mirar al otro con humanidad. En mirarte a ti con compasión. En dejar de competir por ser el que más tiene o el que más ha logrado, para empezar a construir desde lo que realmente somos.
El nombre como acto de presencia
Así que la próxima vez que digas tu nombre, hazlo con orgullo. No porque esté acompañado de un título, sino porque es tuyo. Te pertenece. Es un símbolo de tu historia, de tu vida, de tu esencia.
Porque el valor de nuestros nombres no se mide en diplomas ni en cargos. Se mide en autenticidad. En amor propio. En coherencia. En todo eso que no se ve, pero que se siente.
Conclusión: Regresar a ti
Y si alguna vez lo olvidas, vuelve a ti. Cierra los ojos. Di tu nombre en voz baja. Y recuerda que ahí, en esa simple palabra, vive todo lo que eres.
Ese es tu verdadero poder.
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Redactado por: Licda. Nancy Álvarez
Psicóloga clínica – Terapia individual y apoyo emocional
Especialista en salud mental y regulación emocional
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Pedir ayuda no te hace débil, te hace valiente.